My Sunshine. Destellos de sol en un claro de luna
- Jose Montaño
- 14 ago 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 15 ago 2024
Tras su paseo por el mediterráneo francés, única seleccionada de Japón para la última edición del festival de festivales, My Sunshine (『ぼくのお日さま』Boku no ohisama) se presenta a la prensa a meses vista de su estreno comercial. Se trata de una película hermosa y sencilla, tanto en su breve metraje como en su concepción y estilo. Un relato íntimo y de narrativa poco efectista, que huye de los excesos dramáticos pero no de la belleza formal.

Okuyama Satoshi firma escritura y dirección. La cámara, operada patines en ristre por el propio realizador en funciones de director de fotografía, se aproxima paulatinamente a sus personajes y los sigue en sus coreografías sobre el hielo. Los problemas sociales que toman cuerpo en el trío protagonista, aislado cada uno a su manera, están muy bien sugeridos, sin el menor énfasis que convierta sus íntimas preocupaciones en excesos dramáticos y arruinen la atmósfera de la película. Como en la última rutina de patinaje de la niña Sakura, filmada con distancia, de nuevo la soledad, desde fuera de la pista. Ambientación y fotografía como elementos que bastan para narrar la evolución y sentimientos de los personajes.
El protagonista adulto, un Ikematsu Sosuke cuyo nombre se va afianzando en el camino hacia convertirse en legendario en este mundo del celuloide nipón, comenta su inexperiencia patinando, quien lo diría, antes de embarcarse en este proyecto cuyo guion describe como corto, simple y conciso, en línea, afirma, con el modus operandi habitual del cine japonés. Los detalles, la concreción de matices, se pacta entre director y actores en el propio set de rodaje. En este caso, con los niños protagonistas se lleva el método al extremo, pues estos ni lo habían leído y se preparaban cada escena sin ensayo previo y memorizado las frases que les transmitía Okuyama justo en el momento previo al grito de acción.
Nakanishi Kiara, la niña protagonista, más que un hermoso rostro, que lo tiene, ofrece una mirada magnética, de esas que hablan a la cámara. Articulando palabras, domina fluidamente inglés y francés, algo excepcional en una actriz japonesa y que le augura una prometedora carrera, aun cuando pierda la frescura y el descaro de debutante púber que la hacen brillar en esta cinta.

© 2024「ぼくのお日さま」製作委員会 / COMME DES CINÉMAS
Alguien entre la asistencia al acto en FCCJ de Marunouchi pregunta al director por la simbología dual y contrastada entre el sol y la luna que recurre en el metraje. Este afirma que no fue algo buscado, pero se regocija en el efecto de este reconocimiento entre la audiencia. Un hermoso pero fortuito hallazgo. Lo que se me hace menos fortuito son ciertas referencias que evoca este uso de la simbología lumínica. Presentándolo en Cannes, el director del festival se refería a Okuyama como el nuevo Kore’eda. Poca sorpresa por tal comparativa, siendo este el nipón preferido actualmente en La Croisette. Se justifica la afirmación en un tempo contemplativo y en el trabajo con actores infantiles. Teniendo en cuenta, además, que el joven director ha colaborado con el ya considerado maestro, la filiación es pertinente.
Ahora bien, viendo la concreción estética de esta cinta, pienso en Kore’eda, sí, pero en el Kore’eda de los inicios, el que navegó el cambio de siglo embarcado en proyectos como After Life (『ワンダフルライフ』 Wandafuru raifu, 1998) o Nadie sabe (『誰も知らない』 Daremo shiranai, 2004). Una época en que su menos reivindicado (no por mí) colega Iwai Shunji cedía protagonismo creativo a su añorado director de fotografía. La muerte prematura de Shinoda Noboru nos privó de que tan fructífera colaboración, toda la carrera en pantalla grande de Iwai, continuase más allá de Hana y Alice (『花とアリス』Hana to Arisu, 2004). Fue Shinoda quien esculpió en luz el canon estético que a muchos nos queda en el recuerdo de aquel cine japonés finisecular que cautivó a quien quiso ir más allá del hieratismo azul de Kitano y los sobresaltos del J-Horror.

© 2024「ぼくのお日さま」製作委員会 / COMME DES CINÉMAS
Sobreexposición y retroiluminación. Preadolescente embelesado ante una muchacha evolucionando a los arpegios de Debussy. Nieve. Espacios inundados de luz que dejan de ser lugares. Todo nos es familiar y querido. Quienes vivimos aún en aquel cine vemos la película con agrado, como en la calidez de estar envueltos por una suerte de líquido amniótico. O del éter. Okuyama habla explícitamente de crear una atmósfera de fábula, de mostrar el mundo interior de sus personajes. Y el formato de pantalla, un televisivo 4:3, remite a los inicios televisivos tanto de Kore’eda como de Iwai. La aspiración declarada de Okuyama es generar una sensación nostálgica, y yo le doy las gracias, con el corazón encogido, por devolverme durante noventa minutos a un lugar que creía irrecuperable.
Se trata, sin embargo, de una nostalgia ambigua. Nostalgia del futuro pasado. No de un Japón que fue, no de un cine pretérito, sino del futuro de Japón y de su cine que el espectador de aquellas películas japonesas pudo entrever en los que fueron años de formación de quien ahora firma esta cinta. El pueblo donde sucede la acción es reconociblemente un espacio del Japón rural, pero tan irreal que se diría ajeno al archipiélago. ¿Vemos un Japón extinto o uno nuevo que jamás se concretó más que en nuestros sueños de celuloide dos décadas atrás?
Kore’eda, de acuerdo. Iwai, sin duda. Y Shinoda. Pero más que a nombres, la inspiración, influencia u homenaje se orienta a una época. Recreada. Ensoñada.
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