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Godzilla (menos uno) contra Shin-Godzilla

  • Foto del escritor: Jose Montaño
    Jose Montaño
  • 3 ene 2024
  • 8 Min. de lectura

Entretenida, emocionante y espectacular. El nuevo (viejo) episodio de Godzilla, apellidado Minus one, no va a decepcionar a los seguidores de la saga. Tampoco quedamos defraudados quienes en su día acogimos con una mueca, más irónica que de sorpresa, el anuncio de a quién se le había asignado el encargo de escribir y dirigir el siguiente episodio de la serie.



Imagen promocional de Godzilla Minus One
Godzilla Minus One

 

Godzilla ha sufrido numerosos avatares a lo largo de su ya prolongada trayectoria. Hasta una “deslocalización” —curioso negocio este del cine en el que, buscando un consumo masivo, la producción industrial se desplaza de Asia a los Estados Unidos—, con consecuencias comerciales que afectan a la secuencia de producción e incluso a ciertas orientaciones creativas de la franquicia. Por más que la crítica siga enquistando sus posiciones en la supuesta dicotomía arte-industria, el dinero obliga. Y es que la serie del saurio radiactivo, no por casualidad es una serie tan longeva, siempre tuvo una vocación eminentemente comercial. También por eso, en parte, el anterior episodio realizado en Japón, aquel artefacto parido al alimón por los inefables Higuchi Shinji y (sobretodo) Anno Hideaki, el Shin-Godzilla de 2014, provocó tanto arqueamiento de cejas…

 

El parto del monstruo acaeció en 1954. Hijo natural del trauma nuclear, no fue tanto Hiroshima el lugar de su concepción como el puerto de Yaizu. Allí atracó en ese año, con su tripulación exhausta y ya enferma, el pesquero Daigo Fukuryumaru y su carga de atún y ceniza radiactiva, traída de las aguas de Bikini. De la mano de Honda Ishiro, la Toho regaló al mundo un icono gigante, literal y metafóricamente. La industria fílmica japonesa, a la que Occidente apenas accedía toda vez que Venecia acababa de abrir la puerta de Rashō, mostraba que su vigor podía ir más allá de kimonos y katanas.

 

En poco tiempo, Godzilla había mutado en marca y el horror se transformaba en esperanza. Política e industria se daban la mano para blanquear el poder que reside en el núcleo del átomo. Atoms for peace, era el slogan oficial del Tío Sam. De temible enemigo a aliado, el monstruo se alineaba con los tiempos, dulcificaba sus rasgos y se dirigía al espectador infantil. Convirtiéndose en defensa frente a terribles engendros foráneos, la saga encajaba sus piezas en el discurso de la Guerra Fría y la lógica geopolítica del Japón en aquel contexto. De paso, la viabilidad económica de la franquicia quedaba asegurada con el público objetivo más codiciable, en un contexto socioeconómico en que las familias ampliaban su capacidad de gasto a mayor velocidad aun que su descendencia.

 

Llegarían tiempos menos optimistas. La era Heisei se inauguraba en el marasmo de la recesión tras estallar la burbuja de prosperidad de los años 80. El devastador terremoto de Hanshin abrió un año, el 95, que acabó por dar la puntilla anímica a una sociedad en shock dos meses más tarde, con un inédito ataque terrorista en la red de transporte de Tokyo. Sombríos tiempos que daban motivos para que el monstruo retomase su ferocidad y actitud intimidatoria. Con la pesadilla nuclear de nuevo acuciando, Shin-Godzilla devolvió la franquicia a su escenario original, pero con un punto extra de mala uva. En el Japón post-Fukushima, el de ya dos generaciones (camino de la tercera) perdidas en estancamiento económico y de liderazgo, Higuchi ponía la perfección técnica en el monstruo al servicio de una trama marcadamente política orquestada por Anno. Shin-Godzilla era, prácticamente, una comedia de desastres con bicho gigante que no dejaba títere con cabeza, burlándose de la incapacidad gestora de la anquilosada gerontocracia política nacional. Un éxito artístico acompañado de una buena aceptación, tanto crítica como en taquilla. Un éxito que quienes tienen la sartén por el mango no quisieran ver repetido. Ahí es donde entra en escena Yamazaki Takashi.

 

Yamazaki despuntó en 2005 con Always: Sunset on Third Street (『ALWAYS 三丁目の夕日』 Ōruweizu: San-chōme no Yūhi), amable retrato de un vecindario humilde en el Tokio de posguerra y su paisanaje. En su tercer film, el realizador de Nagano alcanzaba el éxito popular sumergiéndose en el que se demostraría su territorio favorito: la explotación de la nostalgia. Yamazaki recurre a todos esos elementos que cimentan el relato oficial del Japón que resurge de sus cenizas, entre ellos el denodado trabajo del buen empleado, esfuerzo más social que individual, o la pujanza tecnológica. El pináculo será la adquisición de electrodomésticos, en el ámbito doméstico, y la culminación de la Torre de Tokio en lo colectivo. Tampoco olvida, pero sí dulcifica, problemas sociales como los huérfanos o las muchachas de origen rural enviadas a la capital para aliviar la carga familiar. La fortuna solía depararles un devenir poco edificante, pero en este vecindario las buenas gentes cuidan los unos de los otros. Hasta la prostituta, inevitable destino de tantas muchachas sin familia, hallará redención. Eso es justo lo que la selectiva memoria del autor obvia, que lejos de semejante armonía social, fueron momentos de agitación y turbulencia. La conflictividad estuvo a la orden del día, en la fábrica y en el barrio. La militancia obrera y estudiantil fue prominente y, por momentos, marcadamente violenta. El abuso y la ley del más fuerte imperó en las calles, especialmente las de los barrios menos pudientes de las grandes urbes. Así, el tramposo relato, que culminó en trilogía, sería la primera patita que Yamazaki enseñaba bajo la puerta.

 

Antes de la tercera entrega de Always, dirigió la adaptación fílmica de Space Battleship Yamato (『SPACE BATTLESHIP ヤマト』 Supēsu Batorushippu Yamato, 2010). Nuevo ejercicio nostálgico, por tratarse de un popular manga y anime de los 70, de subtexto algo menos sutil. El Yamato fue el gran emblema del poderío naval del imperio nipón, el mayor acorazado jamás construido en su época. Aunque calificado de invencible, corrió similar fortuna a aquella armada que sucumbió en Trafalgar. El simbolismo de la nave es, sin embargo, indeleble. En este relato, ante la amenaza de invasión extraterrestre, el navío es reflotado y reconvertido en crucero espacial de ataque. Dando la vuelta al desenlace de la Guerra del Pacífico, el estamento militar japonés se arroga el papel de salvador del mundo. Oportuno remake en pleno empeño del sempiterno partido gobernante, con el malogrado Abe Shinzo a la vanguardia, por eliminar la prohibición constitucional de contar con un ejército.

 

Al poco, noticia que puso a algunos las orejas tiesas: el siempre combativo y lenguaraz Miyazaki Hayao preparaba una nueva producción, contando la historia del ingeniero aeronáutico Horikoshi Jiro. Un autor critico con el discurso establecido, y con predicamento internacional, ocupándose del diseñador del Mitsubishi Zero, el avión de combate usado por el Tokkōtai —el cuerpo de pilotos mal llamados kamikaze—, no iba a ser del agrado de ciertas instancias. Pero el reverenciado animador siempre se toma largos periodos de producción. Casualidad o causalidad, si uno tiende a fiarse del refranero, recordará aquello de piensa mal y acertarás, lo cierto es que antes de que El viento se levanta (『風立ちぬ』, Kaze Tachinu, Miyazaki Hayao, 2013) —muy buen film, aunque a la postre decepcionante en cuanto a su escaso mordiente histórico-político— llegase a las pantallas, Yamazaki ya había parido Eien no Zero (『永遠の0』, Eien no zero, 2013). Relato recargado en lo sentimental para que la coartada de que el sacrificio de los protagonistas no es por una empresa nacional sino por sus seres queridos opaque un no del todo bien disimulado discurso patriotero. Las cartas a la vista, se intuye a qué mano —acepciones 16 y 7 en el diccionario de la RAE— juega el film.

 

Aunque no siempre le acompañe la inspiración —Yamato tiene tramos tediosos y momentos sonrojantes, Destiny: Tale of Kamakura (『鎌倉ものがたり』, Kamakura monogatari, 2017) tres cuartos de lo mismo—, Yamazaki ha demostrado capacidad narrativa, solvencia técnica y maestría orquestando emociones. En Godzilla Minus One esa capacidad queda de relieve. Viendo la película sin distancia crítica, desde el simple disfrute del espectáculo, hay poco que se le pueda reprochar. Si acaso una cierta ligereza al tratamiento de los personajes femeninos, inspiradoras o colaboradoras del héroe, masculino —y militar— por supuesto, pero poco más. También un requiebro argumental que cierra —o más bien al contrario— el relato. El girito final que resulta poco inesperado al espectador más atento o al que ya conozca el paño que vende este cineasta. Pero esos pecados pueden ser más o menos veniales, perdonables si el párroco que te confiesa ha venido al hormiguero a divertirse. Lo cierto es que la película sabe medirse para dosificar al monstruo, para alternar la pausa en la que describir y narrar con la acción para atrapar y estremecer al espectador. En eso estamos ante una cinta muy sólida. El realizador mueve sus piezas con astucia y demora, de forma muy efectiva, la aparición de algunos elementos tan inseparables de la titánica silueta de Godzilla como la no menos titánica, vibrante partitura puesta en su día en pentagrama por Ifukube Akira. Imbatible.

 

Donde sí que se puede —se debe— encender una luz de alerta es en la lectura, indisimulada pero tal vez no tan evidente a ojos del espectador lontaine, que Yamazaki imprime en su desarrollo argumental. Esa narrativa de la postguerra que tanto agrada a las élites japonesas. La trama de huérfanos que se salvan entre ellos y señoritas que preservan su correcta feminidad a salvo de las perversiones que acechan, todo ello con el apoyo solidario del barrio, de la comunidad, remite a lo ya narrado en Always. No falte un bebé que salvar, torpe símbolo de un futuro Japón, el actual, alzado —digamos esto como hace la película, entre tanto rugido y estridencia, en voz más baja, apenas un susurro— bajo el liderazgo de aquellos mismos que habían llevado al país a su destrucción. Y por supuesto, el discurso de redención de estos últimos, encarnado por ese protagonista, miembro arrepentido de los tokkōtai —el cuerpo de pilotos aquí mal llamados kamikaze—, que el realizador se esfuerza en presentar como víctima. Acosado por su pasada falta de determinación, de su incapacidad para sacrificarse por la nación, el siempre doliente peón del sistema —se dedica a desminar las aguas de la costa nipona—, se convertirá en el sacrificado héroe salvador del Ja… Perdón, dice Yamazaki que de los japoneses. Pero atentos a cómo se materializa el ataque sobre el monstruo. Desde luego, la operación no la ha organizado un pardillo sino un zorro.


El discurso antigubernamental es tan fácil de comprar, en el contexto actual de descrédito de la política, que sería improductivo tratar de contrarrestarlo. Ya que no hay forma de derrotar al enemigo unámonos a él. Godzilla Minus One no viene a cantar las excelencias de la clase política y rehabilitarla. Es mucho peor. No será el ejército nacional —claro, por imperativo legal norteamericano (formalmente) ya no existe— quien se enfrente al bicho. Ni siquiera lo harán las Fuerzas de Autodefensa —que por imperativo legal norteamericano sí existen—. Lo hará, ojo ahí, ¡un ejército privado! Un cuerpo al margen de la iniciativa y legalidad gubernamental, apoyado por una gran empresa privada que proporciona apoyo tecnológico. Y no solo usarán material heredado de la contienda perdida —ese avión de combate oculto durante años en un hangar (¿metáfora?, ¿alegoría?, ¿descripción gráfica rozando el realismo…?)—, el propio contingente privado lo conforman, atención, los antiguos combatientes. De todo rango. Como en nuestro esperpento manchego, la Guardia Civil ha perdido las elecciones, pero que nadie se alarme: las ha ganado la Secreta.

 

A imagen y semejanza de lo sucedido bajo la tutela de McArthur, la narración de Yamazaki solo condena a los líderes, esos que condujeron, con flauta de Hamelin, a su país al precipicio, con la mano izquierda, para luego rehabilitarlos con la derecha. El intento de acabar con los zaibatsu, los grandes compañías proveedoras de financiación y tecnología militar, terminó cuando estas se volvieron imprescindibles a los intereses militares —ante el comunismo coreano no bastaba la maquinaria bélica made in USA—. Ahí sigue campando Mitsubishi, por citar de ejemplo a los creadores del Zero, sin haber pagado el precio de su implicación política en la agresión imperialista. Y, por encima de todo, ¿para qué reivindicar una clase política con la que pocos simpatizan? Basta con ensalzar, sin mencionarla, su discurso: a Japón lo salva de su destrucción la iniciativa privada, sin supervisión pública ni sometida a ley alguna. La película se titula Godzilla Minus One porque llamarla NeoGodzilla ya hubiese sonado a burla.

 

Terminan los títulos de crédito. La audiencia abandona, satisfecha, el patio de butacas. Imagino un oscuro despacho, decorado en maderas nobles, en alguna elevada planta de un edificio en Nagatacho, o tal vez Kasumigaseki. Humo de tabaco habano. Bajo un tenue haz de luz emerge un pulgar hacia arriba en gesto marcial. Misión cumplida.

 

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