top of page

El cine japonés de los ochenta, ¿un período de estancamiento?

  • Foto del escritor: Jose Montaño
    Jose Montaño
  • 4 feb 2024
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 6 abr 2024

No creo que haya fuera de Japón ningún auténtico experto en el cine que se produjo en el país desde las postrimerías de los años setenta hasta el final de la década siguiente. Hay investigadores más que competentes trabajando en ello –véase la estimable contribución al respecto de Alex Zhalten o de Mark Steinberg–, pero falta aún mucho trabajo para sistematizar un verdadero conocimiento sobre aquel período. Ante el desconocimiento, la historiografía internacional lo juzga una etapa estéril. Vocifera que nada interesante se produjo allí, más allá de los últimos rayos del sol Kurosawa y algún destello aislado (Imamura, Oshima…) de los estertores de la nuberu bagu. Lógico que en nuestro entorno sean lo único reconocido, al ser de lo muy poco conocido. No en vano eran productos en gran parte “nuestros”. La nuberu bagu, ya desde su etiqueta, no oculta su filiación francófila, mientras que las grandes producciones de aquel Kurosawa se financiaron con capital europeo, precisamente francés, o bien norteamericano.

 

Pero no. No fue un territorio yermo, sino un campo de batalla. Un tablero de juego en el que se decidiría el desarrollo industrial, formal y estético del cine que estaba por llegar. Se puede discutir, desde la perspectiva del gusto individual, cuáles fueron los logros estéticos y artísticos de aquella época, pero no negar el interés de los movimientos telúricos que agitaban la escena y de los efectos que, como consecuencia, esto tendría en lo que se iba a ver en la pantalla. O pantallas.

 

El declive industrial –en las cifras de conjunto y en determinadas cuentas de beneficio– se ha querido explicar por la irrupción de la caja tonta secuestrando espectadores. No son tantos los que apuntan a una inadecuada estrategia de los tradicionales agentes creadores y distribuidores de imagen en movimiento ante el nuevo medio, tratándolo como un competidor y no como un aliado.

 

La confrontación era una batalla perdida y no es hasta finales de los setenta cuando se desarrollaron auténticas sinergias entre ambas esferas. El advenimiento de la era del blockbuster había imposibilitado toda competencia ante los alardes de un Hollywood hípervitaminado en medios y presupuesto. La respuesta, en el mercado nipón, la daría el recién llegado Kadokawa. Tras adquirir las ruinas de lo que fue el imperio Daiei, este conglomerado empresarial, originalmente una pequeña editorial familiar, es quien desarrolla una política de integración en la que se aprovecha todo canal posible para comercializar un producto que deja de ser exclusivamente cinematográfico. La práctica del llamado media mix implicó el nacimiento de un nuevo star system que enseñoreaba su glamour por cualquier soporte –proyectado, impreso, grabado o emitido– y que aspiraba a apelar a todos los públicos.

 

La imagen pública de esta estrategia tomó el agradable rostro de las tres niñas de Kadokawa (角川三人娘). Tres púberes actrices, cantantes, modelos, chicas para todo en los medios que monopolizaron la cultura visual y sonora de los ochenta. La más popular del trío, la por entonces omnipresente Yakushimaru Hiroko, epitomiza la política Kadokawa en Sailor Suit and Machine Gun (『セーラー服と機関銃』Sērā-fuku to kikanjū, 1981, Somai Shinji), donde aparece prácticamente en todas las escenas incorporando, en un sólo personaje, todos los arquetipos femeninos habituales en el cine nipón. Para el adolescente ávido de aventura o el joven enamoradizo; para el ama de casa aburrida o la oficinista estresada; para el cincuentón rijoso o la quinceañera soñadora; el film servía una Hiroko para cada espectador posible. La adolescente virginal, la madre abnegada, la joven seductora, la líder implacable, la doncella en apuros, la vengadora…

 

 

No tan ubicua, tal vez un escalón por debajo en popularidad pero, para quien escribe, más icónica en cuanto a la definición de aquella época, fue Harada Tomoyo. Su carta de presentación sería remedando los papeles de Yakushimaru en las adaptaciones a serie televisiva de aquellos exitos cinematográficos. Tal vez mi mayor aprecio por ella tenga menos que ver con sus dotes interpretativas que por su asociación con el injustamente poco reivindicado Obayashi Nobuhiko. Conocido apenas por un puñado de aficionados por su (muy disfrutable) incursión en una casa encantada con House (『ハウス』, 1977),  Obayashi tuvo una carrera como realizador mucho más estimulante que lo apuntado por esa excéntrica cinta. La actriz contó con una suerte de imagen especular en el fallido lanzamiento de su hermana mayor. De la mano del propio Obayashi, Harada Kiwako debutó con His Motorbike, Her Island (『彼のオートバイ、彼女の島Kare no ōtobai, kanojo no shima, 1986). Un personaje temperamental y seductor, que se presenta en una escena de desnudo integral, no le granjeó la popularidad esperada por Kadokawa, pero sirvió tal vez para reforzar, como contrapunto, la imagen frágil e ingenua que Tomoyo defendió en The Island Closest to Heaven (『天国にいちばん近い島』Tengoku no ichiban chikai shima, 1984) y sobretodo en la estupenda The Little Girl Who Conquered Time (『時をかける少女Toki wo kakeru shōjo, 1983), título que llevó por primera vez a Harada a la pantalla grande.



 Bueno, y luego está la otra. ¿Cómo se llamaba? No es impostura. Consulto en internet para constatar que el nombre de la (tal vez no injustamente) olvidada entre las Kadokawa san’nin musume era Watanabe Noriko. Puede sonar superficial el hecho de organizar toda una estrategia en torno a tres niñas monas. Probablemente, la explicación a la falta de apreciación crítica sobre el fenómeno no pueda abstenerse de tal factor. La vocación indudablemente comercial del cine pergeñado por Kadokawa, sin embargo, no redundaba necesariamente en una inferior calidad del producto. Confiarlo a cineastas tan apreciables como Obayashi o Somai Shinji sirvió para que algunas de aquellas cintas se resistan al olvido.

 

Pero no hablamos ya únicamente de grandes pantallas y grandes compañías productoras. Las majors se veían abocadas a vender sus instalaciones para cuadrar cuentas. Shochiku aguantó hasta 1999. Cuando finalmente claudicó ante las cifras rojas y vendió sus históricas instalaciones en Ofuna, toda una era del cine japonés quedó sepultada. Con el fiasco general de las grandes productoras y el colapso del sistema de estudios, se impuso la nueva realidad del seisaku iinkai (製作委員会), los comités de producción, conglomerados empresariales, más o menos potentes, que unen sus esfuerzos para una producción única. Entre los miembros habituales de estas UTE, los canales de televisión. El viejo enemigo, como se lo percibía, nutriendo al cine de presupuesto, recursos y, como no, narrativas ya testadas en un soporte paralelo. Las adaptaciones de exitos televisivos ofrecía historias, personajes y rostros que la pantalla doméstica había popularizado previamente. El producto podía nacer ya con un espectador fidelizado.

 

Se trataba además del momento en el que la irrupción del vídeo había forzado a reformular la distribución y consumo de películas. Como consecuencia, nacía el mercado directo a vídeo, con sus presupuestos reducidos y estética de guerrilla. Un nuevo entorno que generó una cantera de valores emergentes a ambos lados de la cámara. Destaquemos a Takeuchi Riki o Aikawa Sho frente a la lente, así como a Miike Takashi o Nakata Hideo dando las órdenes.

 

Toei V-Cinema

Del mismo modo, la tecnología disponible se iba haciendo más manejable, por tamaño, peso y simplicidad de uso, a la vez que más barata. No solamente el consumo, también la producción alcanzaba el ámbito doméstico. La capacidad de crear con imágenes en movimiento empezaba a depender más de la voluntad individual que de la capacidad de acceso a la industria. Y si ya los realizadores del llamado V-cinema (se usa esta denominación en sentido amplio para las peliculas directas a video, aunque en realidad era el sello de video dependiente de Toei) gozaban de amplia libertad creativa, esta era absoluta entre quienes cultivaban el jishu eiga (自主映画), cine auténticamente independiente.

 

Desde ambas esferas, no únicamente se incorporaron al entorno industrial directores o actores. Fenómenos de alcance global como el J-horror, omnipresente en los años del cambio de milenio, entroncan directamente con la estética generada por esas prácticas establecidas al margen de la producción para la gran pantalla.

 

Concluyamos con un aspecto que no es menor: en el proceso descrito es posible detectar una gran tensión en torno a los géneros. Pensemos que un género cinematográfico (o literario, o de otro ámbito) no deja de ser una fórmula, una repetición de la receta que una vez funcionó. La etiqueta genérica ayuda al espectador a orientar sus preferencias entre la oferta, y a la industria a planificar en función de eso su oferta. El barato pero provechoso mundo del directo a vídeo partía de una premisa completamente industrial, maximizar beneficios con el mínimo presupuesto posible. Por eso, la mencionada libertad artística quedaba circunscrita a una fuerte identidad genérica. Por eso las historias urbanas de acción policiaca (y no costosas narraciones de invasiones alienígenas o dramas históricos), monopolizaron aquel panorama. Cintas efectistas pero baratas de producir, y a la vez muy reconocibles para la audiencia en cuanto a lo que podían esperar.

 

Pero, ¿qué necesidad tiene un creador independiente de que su película quede adscrita a uno u otro género? Una tendencia que contagiaría a las producciones bajo el modelo de seisaku iinkai, desaparecida la producción serial al trabajar por proyectos individuales. El género continuará siendo importante, especialmente por la aversión al riesgo que suelen mostrar las empresas socias en este modelo productivo, siempre celosas de su viabilidad económica. Sin embargo, este mismo carácter individual facilita una cierta dosis de originalidad en el tratamiento de los mismos. Así, en el abanico entre la sobreexplotación del género (V-cinema) y su desaparición (jishu eiga), se abre toda una gama de posibilidades para su desarticulación y para el juego con los elementos que lo conforman.


Los últimos años de Showa, en resumen, supuesieron una reorganización industrial. Las majors perdieron su capacidad de controlar todo el proceso de producción y distribución. El panorama se compartimenta y diversifica en nuevas pantallas, con nuevos rostros y diferentes prácticas productivas y creativas, toda vez que los contenidos adoptan nuevas realizaciones estéticas y el concepto de género se relativiza. Un nuevo universo de expresiones audiovisuales novedosas en las que los géneros tradicionales son solo un cadáver con el que practicar toda suerte de experimentos narrativos.

コメント


bottom of page